Era como volver a nacer, como el fénix que renace de sus cenizas, o la mariposa que florece des de la oscuridad de su húmedo hogar. Era como volver a respirar, volver a ver y volver a escuchar.
Salió despacio del edificio, primero el pie izquierdo, dudoso, luego el derecho ya más firme. Y empezó a andar, sin dirección, hacia el Sol, hacia la luz, que durante tanto tiempo había anhelado.
Caminó horas y horas, escuchando la gente, oliendo cada flor, sorprendiéndose con la inocencia de cada niño, viviendo cada momento.
Hasta que llegó al mar.
Era infinito, inmenso, más grande incluso que el propio horizonte. El agua, reflejaba un cielo azul limpio, con serenidad.
Bajó y se sentó en la arena. Impenetrable, dibujó el nombre de su pasado en la orilla y dejó que se lo llevaran las olas. Las mismas olas que se llevaron sus lágrimas al fondo del mar, el lugar más profundo de la naturaleza, y el que esconde más secretos.
Miles de corazones le confían cada segundo su dolor y su alegría, y él les aguarda silencioso y paciente, como aquél sabio que sabe quién eres antes de conocerte, y que te da todo a cambio de nada, porqué así lo prefiere, porqué él sabe, y tú no.
Y el Sol se fue, y ni siquiera la magnitud de la gran estrella podía compararse a la del mar.
Ella sonrió, nunca antes se había percatado de lo que llegaba a tener. Ahora no necesitaba a nadie, se tenía a ella, y tenía el Sol y el mar.
Porqué lo peor que te puede pasar en la vida es que llegue un día en que no te quede nada por lo que luchar.
Porqué los sabios entienden la naturaleza, y la naturaleza te lo da todo, y los sabios también.
Y ella había aprendido que ella sí tenía por lo que luchar: ella misma.
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