dijous, 27 de gener del 2011

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Era un pisito pequeño, pero acogedor. A lo lejos, se oía la lluvia retumbando sobre el frágil cristal de la cocina. El viento azotaba las persianas de un comedor rústico, su estilo. Era un espacio agradable, con un sofá cama que se adueñaba del centro de la estancia, y sólo dejaba espacio para un antiguo televisor y una mesa de madera desconchada adornada únicamente con una lámpara afligida y cabizbaja.

Me preguntó si quería darme una ducha con agua caliente, hasta el momento no había reparado en que íbamos empapados de pies a cabeza. Asentí tímidamente.
Me dio ropa para cambiarme y me acompañó hacia el baño para indicarme donde se hallaban las toallas y el jabón, seguidamente, cerró la puerta y se fue.

El agua estaba templada, y lentamente mi cuerpo volvió en sí. Me quité las manchas de sangre y barro sin esfuerzo, sin embargo me costaron un sinfín de tirones extraer cada maldito pedacito de neumático de mi malicioso pelo, que no estaba dispuesto a desenmarañarse tan fácilmente.
Me vestí con calma, aquella ducha había sosegado mi mente, respiraba tranquila. Además, el saber de su presencia a la habitación del lado aliviaba mis inquietudes y me hacía permanecer serena.

Sentada en el sofá con su gigantesco suéter rojizo cubriendo mi insignificante figura (todavía más desmejorada después de aquellos días) y una taza de chocolate caliente en mis manos, todo me pareció muy distante, como si le hubiera ocurrido a cualquier sujeto desconocido de mi ínfima orbe, en un lugar remoto hace ya miles de años.

Me habían desposeído de trizas de mi alma, rompiendo a añicos todos mis sueños y despedezando en millones de miles de fragmentos el cristal de mi mundo.

Mas, ahora, sólo le tenía a él.
Un total extraño, que se había cruzado en mi camino en un instante abrumador, y parecía dispuesto a guiarme para seguir viviendo.
A él le debía todo lo que tenía en aquél momento: un suéter rojizo y una taza de chocolate caliente.

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