Todo el mundo sabe que los pájaros son animales libres. Libres de obligaciones y de preocupaciones terrestres. Vuelan arriba y arriba, sin cesar, y llegan muy lejos. Conocen mundos para nosotros inalcanzables, y viajan hacia el país de los sueños - hecho de nubes de algodón y lunas rotas. Comen para vivir, atados a la naturaleza, solo abren el pico para hacer aquello que les sea imprescindible para poder surcar el cielo un día más. Pero estos seres tienen asimismo una propiedad que los constituye como inhumanos, y es que carecen de la capacidad de sonreír.
Las personas los admiramos, pasamos horas boquiabiertos observando sus giros en el horizonte, deseando ser como ellos - libres, de compromiso, de dolor. Aún así, minusvaloramos lo que nos rodea, olvidando que podemos (y debemos) sonreír; porque podemos (y debemos) sentir. Vemos al fénix, pero no avistamos al sol que hace que sus plumas brillen y nos hagan pensar que el pobre animal es feliz, que es libre. Podríamos defender que los pájaros están exentos de manías neuróticas (innecesarias para cazar gusanos) y no lloran por la muerte de sus compatriotas de vuelo; pero nunca podremos decir que son libres. Porque no pueden decidir su futuro, porque no pueden dejar de volar a voluntad, porque están programados para sobrevivir sin sentir, porque no atesoran emociones, porque el destino les es indiferente.
Y todo el mundo sabía, que ella era un pájaro.
Había nacido, como todos, preparada para dictaminar su proceder. Pero la vida la había permutado, la había transformado en un ser insensible, inalterable. Con la mirada perdida, pasaba los días mirando el fuego, o el techo de la habitación donde tiempo atrás sus padres habían llorado tantas mañanas intentando que reaccionara y se colgara del frágil hilo que la ataba a la vida. Ella nunca los miró. Hasta una vez, la primera navidad, su padre la había agarrado del brazo con fuerza y la había empezado a golpear, llorando, gritando, suplicando. Pero nada, ni los profundos lamentos de sus seres queridos, lograron quebrantar la barrera que dividía su mundo con el del resto de humanos.
Ella solo quería irse, y esa gente no le dejaba. Ella no estaba loca, tan solo había olvidado quién era, y qué hacía allí. Por eso, decidió hibernar hasta que fuese necesario, hasta que descubriera qué era aquello tan importante que llenaba los corazones de sus semejantes de unas atroces ganas de vivir llevándoles así hasta el punto de temer la muerte como su peor enemiga.
Entonces, una tarde de febrero como cualquier otra, cerró sus pequeños ojos verdes, respiró hondo, y se sumergió en el mar de los sueños, donde nadie te juzga, donde solo tú tienes el poder para establecer el código moral que rija la vida y las experiencias para declarar qué está bien y qué está mal.
Todo el mundo decía que allí había acabado la carrera de la que podría haber llegado a ser una gran persona. Una desgracia enloquecer de ésa manera a tan temprana juventud, se lamentaron sus compañeros y vecinos. Los que se consideraban más inteligentes, dieron consejos y palmaditas a su desesperada familia, mientras a sus espaldas asentían con la cabeza haberlo predecido. Su hermano, víctima y espectador desconcertado, prefirió dejar de sufrir, y empezó una nueva vida como hijo único.
Y sólo tres extraños, guardaron en su memoria el recuerdo de aquella misteriosa chica: una abuela solitaria, un atractivo saxofonista y un peculiar compañero de clase. Todos ellos mariposas libres, al margen de las convenciones sociales, quienes aún sin conocerse ya habían entrelazado sus vidas de una manera tan firme, que poco tiempo les quedaba para mantener la potestad de juicio sobre sus curiosas existencias.
Muy pronto, el despertar de aquella soñadora, se convertiría en una ola que arrasaría, no solo con el pensamiento de sus tres fotógrafos de momentos, sino con todo aquél que osara cruzarse en su dichoso camino. Porqué cuándo ella decidió salir en busca de la felicidad, el mundo entero la siguió anhelando encontrar la solución a todos sus problemas: la respuesta de Kejana.